Hay ojos de cristal
que brillan y escuecen como la
sal,
ojos profundos
que albergan sacros mundos,
ojos lapidarios
de los impávidamente refractarios,
y los hay melancólicos
pero lo son tan pocos...
Los he visto vívidos
que anegan inocentemente
conmovidos,
yermos y hastiados
que invitan a ser poblados,
o majestuosos viperinos
que esconden intrépidos remolinos.
Hay ojos francos,
¡cuidado con las manos de los
mancos!,
otros sinceramente lascivos,
más que la espuma de los perros
declarativos,
ojos de color camaleónico
como los de aquel amor platónico,
y ojos inquisitivos
cuestionándose si son reales los
vivos.
Hay ojos desorbitados,
¡quién sabe qué los ha
descoyuntado!,
o perdidos cuenca adentro
jugando a ver si te encuentro,
ojos de contorno lanceolado
como las hojas del olivo de
tronco rizado,
ojos de palo seco
propios del muerto que colma el
hueco,
y otros de mares
cuyas olas impelieron agrios
pesares.
Y luego…
Luego están tus ojos inasibles,
de símil imposible, que malean mi
voluntad
hasta mostrarme escayola de
fácil grieta
cada vez que nos atenazamos con
miradas.
¡Oh mirada! sintonía armoniosa de
pares
que se alcanzan desde dos bandos
y dejan fluir una corriente animosa,
y pasan danzantes los deseos,
y las palabras,
y los ritmos,
y el aliento,
y el calor.
¡Oh mirada tierna, cuánto me
hablas!
¡Disuélveme!